Por Rafael Sanz M.

Todos hemos nacido con una vasta capacidad de asombro. Esto lo sabe quienquiera que presencie el deleite de un pequeño ante el tintineo  de unas llaves, o al observar cómo deambula el escurridizo escarabajo. Pero es esta facultad de los niños, de asombrarse una y otra vez, lo que insufla en los entusiastas ese aire de juventud, independientemente de su edad. A sus noventa años, el famoso chelista Pablo Casals comenzaba el día tocando algo de Bach. Mientras la música fluía de sus dedos, sus encorvados hombros se erguían y la alegría iluminaba sus ojos nuevamente. Para Casals, la música era como el elixir que hacía de su existencia una aventura interminable. El poeta y ensayista Samuel Ullman lo explicaba así: “Los años arrugan la piel; pero renunciar al entusiasmo marchita el alma”.

Nadie nace conociendo el aburrimiento. Pero en algún punto en nuestro camino a la edad adulta perdemos el entusiasmo, lo que se lleva algo de nuestro interés por la vida. Este embotamiento de la facultad para el entusiasmo puede producirse repentinamente, a causa de alguna crisis, o bien poco a poco, al ir creciendo la falsa idea de que el entusiasmo es algo pueril.

¿Qué métodos podemos emplear para reavivar deliberadamente nuestro entusiasmo por la vida?

Los siguientes son algunos de los sugeridos por el célebre escritor y orador Norman Vincent Peale:

  • Obrar como si fuéramos entusiastas. Al respecto vale recordar lo que dijo el famoso psicólogo William James: “Si quieres poseer cierta cualidad, obra como si ya la tuvieras”. Es una ley ya demostrada de la naturaleza humana que lo que uno imagina ser, con el tiempo tenderá resueltamente a serlo.
  • Desechar los errores. Una mente llena de ideas sombrías cierra el paso a los pensamientos alegres y animosos. Pasemos revista cada día a nuestros errores y desilusiones, a los desaires sufridos. Saquemos de ellos toda la experiencia y la comprensión que puedan valernos. Luego hagamos de ellos un montón y desechémoslos de nuestro consciente. Olvidemos cuanto dejamos atrás,  tratemos de alcanzar cuanto está delante. El ejercicio regular de esta disciplina mental llegará al fin a dotarnos de una notable aptitud para olvidar las cosas inútiles y malsanas que antes ocupaban y trababan nuestro pensamiento.
  • Pasar revista a lo bueno. El escritor Henry Thoreau solía permanecer un rato  en la cama por la mañana pasando revista a todas las cosas buenas que se le ocurrían: era sano de cuerpo, de mente despierta; su trabajo era interesante, toda la gente confiaba en él. Así descubrió que cuantas más cosas buenas enumeraba para sí, más probabilidades había de que surgieran otras.
  • Aprender de nuestros éxitos. Los errores pueden mostrarnos la forma en que debemos abstenernos de hacer esto o aquello, pero más importante es saber cómo hacerlo.  Cuando se obtiene un triunfo hay que preguntarse: “¿Por qué me salió tan bien?
  • Señalarnos un objetivo. El historiador Arnold Toynbee dice: “La apatía sólo puede ser vencida por el entusiasmo, y sólo dos cosas pueden despertar el entusiasmo: primero, un ideal que arrebate la imaginación; segundo, un plan definido y claro para poner en práctica ese ideal”.
  • Tener fe. La palabra entusiasmo, que viene del griego, entheos, significa “Zeus (Dios) en uno mismo”. ¿Y qué es tener a Dios en nuestro interior, sino un inagotable sentido del amor; amor por uno mismo  y amor por los demás? Es el secreto a voces, tan común e infatigable como el Sol, que presta alegría a nuestros días, con tal que no lo menospreciemos. Las personas entusiastas aman lo que hacen, sin parar mientes en el dinero, los títulos o el poder. Cuando atribuimos al entusiasmo la facultad de resolver nuestros problemas, en realidad decimos que el mismo Dios nos proporcionará la sabiduría, el valor y la habilidad que necesitaremos.

“Nada grande pudo lograrse nunca sin entusiasmo”, sentenció Ralph Waldo Emerson. El entusiasmo es la fuerza que nos ayuda a perseverar, cuando las cosas se ponen difíciles. Es la voz interior que nos susurra: “¡Yo puedo lograrlo!”, mientras otras, internas o externas, nos intimidan con un “¡No puedes!”.

No podemos darnos el lujo de derramar lágrimas por lo que “pudo haber sido”. Es necesario que convirtamos las lágrimas en sudor, a medida que avanzamos en busca de “lo que puede ser”.

Hemos de vivir cada momento plenamente, con todos nuestros sentidos, y aprender a gozar del jardín de nuestra casa; a disfrutar de los expresivos dibujos de un niño de seis años; a solazarnos en la encantadora belleza de un arco iris.

Es esa entrega entusiasta y amorosa a la vida lo que hará que nuestra mirada brille, que nuestro andar sea garboso y que se desvanezcan las arrugas de nuestra alma. De esta manera, este dios interior, el entusiasmo, se convertirá en un arte en lo exterior, y entonces ya no nos desesperaremos por querer saber qué sentido tiene la vida: le daremos sentido con el propio existir.

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